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TITULO TAB1
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TITULO TAB2
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En resolución, él se
enfrascó tanto en su letura, que se le pasaban las noches leyendo de claro
en claro, y los días de turbio en turbio; y así, del poco dormir y del
mucho leer, se le secó el celebro, de manera que vino a perder el juicio. Llenósele
la fantasía de todo aquello que leía en los libros, así de encantamentos
como de pendencias, batallas, desafíos, heridas, requiebros, amores,
tormentas y disparates imposibles; y asentósele de tal modo en la
imaginación que era verdad toda aquella máquina de aquellas sonadas soñadas
invenciones que leía, que para él no había otra historia más cierta en el
mundo. Decía él que el Cid Ruy Díaz había sido muy buen caballero, pero que
no tenía que ver con el Caballero de la Ardiente Espada, que de sólo un
revés había partido por medio dos fieros y descomunales gigantes.
Mejor estaba con
Bernardo del Carpio, porque en Roncesvalles había muerto a Roldán el
encantado, valiéndose de la industria de Hércules, cuando ahogó a Anteo, el
hijo de la Tierra, entre los brazos. Decía mucho bien del gigante Morgante,
porque, con ser de aquella generación gigantea, que todos son soberbios y
descomedidos, él solo era afable y bien criado. Pero, sobre todos, estaba
bien con Reinaldos de Montalbán, y más cuando le veía salir de su castillo
y robar cuantos topaba, y cuando en allende robó aquel ídolo de Mahoma que
era todo de oro, según dice su historia. Diera él, por dar una mano de
coces al traidor de Galalón, al ama que tenía, y aun a su sobrina de
añadidura.
En efeto, rematado ya su juicio, vino a dar en el más estraño
pensamiento que jamás dio loco en el mundo; y fue que le pareció convenible
y necesario, así para el aumento de su honra como para el servicio de su
república, hacerse caballero andante, y irse por todo el mundo con sus
armas y caballo a buscar las aventuras y a ejercitarse en todo aquello que
él había leído que los caballeros andantes se ejercitaban, deshaciendo todo
género de agravio, y poniéndose en ocasiones y peligros donde, acabándolos,
cobrase eterno nombre y fama. Imaginábase el pobre ya coronado por el valor
de su brazo, por lo menos, del imperio de Trapisonda; y así, con estos tan
agradables pensamientos, llevado del estraño gusto que en ellos sentía, se
dio priesa a poner en efeto lo que deseaba.
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Estaban
acaso a la puerta dos mujeres mozas, destas que
llaman del partido, las cuales iban a Sevilla con unos arrieros que en la
venta aquella noche acertaron a hacer jornada; y, como a nuestro aventurero
todo cuanto pensaba, veía o imaginaba le parecía ser hecho y pasar al modo
de lo que había leído, luego que vio la venta, se le representó que era un
castillo con sus cuatro torres y chapiteles de luciente plata, sin faltarle
su puente levadiza y honda cava, con todos aquellos adherentes que
semejantes castillos se pintan. Fuese llegando a la venta, que a él le
parecía castillo, y a poco trecho della detuvo
las riendas a Rocinante, esperando que algún enano se pusiese entre las
almenas a dar señal con alguna trompeta de que llegaba caballero al
castillo. Pero, como vio que se tardaban y que Rocinante se daba priesa por
llegar a la caballeriza, se llegó a la puerta de la venta, y vio a las dos destraídas mozas que allí estaban, que a él le
parecieron dos hermosas doncellas o dos graciosas damas que delante de la
puerta del castillo se estaban solazando. En esto, sucedió acaso que un
porquero que andaba recogiendo de unos rastrojos una manada de puercos
-que, sin perdón, así se llaman- tocó un cuerno, a cuya señal ellos se
recogen, y al instante se le representó a don Quijote lo que deseaba, que
era que algún enano hacía señal de su venida; y así, con estraño contento, llegó a la venta y a las damas, las
cuales, como vieron venir un hombre de aquella suerte, armado y con lanza y
adarga, llenas de miedo, se iban a entrar en la venta; pero don Quijote,
coligiendo por su huida su miedo, alzándose la visera de papelón y
descubriendo su seco y polvoroso rostro, con gentil talante y voz reposada,
les dijo:
Dijo luego al huésped que le tuviese
mucho cuidado de su caballo, porque era la mejor pieza que comía pan en el
mundo. Miróle el ventero, y no le pareció tan
bueno como don Quijote decía, ni aun la mitad; y, acomodándole en la
caballeriza, volvió a ver lo que su huésped mandaba, al cual estaban
desarmando las doncellas, que ya se habían reconciliado con él; las cuales,
aunque le habían quitado el peto y el espaldar, jamás supieron ni pudieron
desencajarle la gola, ni quitalle la contrahecha
celada, que traía atada con unas cintas verdes, y era menester cortarlas,
por no poderse quitar los ñudos; mas él no lo quiso consentir en ninguna
manera, y así, se quedó toda aquella noche con la celada puesta, que era la
más graciosa y estraña figura que se pudiera
pensar; y, al desarmarle, como él se imaginaba que aquellas traídas y
llevadas que le desarmaban eran algunas principales señoras y damas de
aquel castillo, les dijo con mucho donaire:
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